El dieciséis de agosto; después de haber explicado a mis amigos mil y una veces que no me iba a Suecia sino hasta mitad de mes; luego de haberme quedado unos días en casa del macondiano Mauricio; luego de presenciar la temporada más lluviosa en mi estadía en Barcelona; ahí estábamos nosotros, David y yo, despidiéndonos de nuestro amigo “Chicho” quien cordialmente se ofreció a llevarnos al aeropuerto del Prat. Tomé mi pasaporte y lo abrí una vez más para verificar que el pasabordo estuviera adentro. Me acerqué a los separadores y nuevamente miré a nuestro único acompañante aquella mañana. Después de decirnos: “hey pela’os, conozcan gente, que esa vaina es lo más bacano”, Mauricio se alejó con su tumba’o característico, pelo de recién levantado y ropa del día anterior*, en fin, como un barranquillero. David por su parte caminaba con su parsimoniosa elegancia, delante de mí, en la fila del detector de metales. Menos mal tengo la costumbre de poner todos los metales y el celular en el maletín, así no tengo que estar mostrando la menudencia a, quienes detrás de mí, esperan que pase rápido. Eran alrededor de las nueve de la mañana y, para ser esa hora, había mucha gente en el aeropuerto. Pasamos los últimos minutos en Catalunya mirando si las camisetas del Barça estaban más baratas debido al cambio de temporada y burlándonos de las más recientes anécdotas como si tesoros de nuestra niñez fueran. Luego de unas palabras en catalán, escuchamos por el altavoz la versión en español del aviso de que el vuelo se retrasa cuarenta minutos. Pudimos soportar dicha espera riéndonos de que el muchacho quien le correspondió decir el aviso en inglés sólo pudo decir good morning.
Tres horas de vuelo hasta Estocolmo, recogida y nueva entrega de maletas, media hora de espera, y una hora de vuelo a Luleå**, fue el preámbulo de nuestra aventura nórdica. María Ericsson nos recibió en el aeropuerto y nos llevó a casa de su padre; cenamos, hablamos, jugamos settlers y luego fuimos a casa de su madre en el otro extremo del pequeño lago. Maria había sido nuestra compañera en algunas clases en el primer semestre del 2006 en Barcelona. Las casas de sus padres están en un pueblo a hora y media de la ciudad, y nos llevó allá porque a la hora que aterrizábamos en Luleå, ya han cerrado la organización que nos entregaría las llaves de nuestras habitaciones. Una manta gruesa y paredes de madera nos permitieron dormir en casa de María. Luleå tiene noches frías a pesar de estar en verano, y más con la poca densidad urbana y grandes praderas que permiten un total flujo de las corrientes heladas alrededor de los edificios.
Una vez instalado en mi austera pero amplia habitación, me dediqué a prepararme para el día siguiente con papeles, alimentos y demás; pero ya entre maletas vomitadas, un colchón desnudo y la sensación de “esta no es mi casa” en el cuerpo, sentía la satisfacción de haber dado ese siguiente paso, de haber recorrido los kilómetros que me separaban de la siguiente etapa. En ese momento volvían a tener sentido las trasnochadas previas a los exámenes, las interminables y aparentemente poco productivas horas de inglés, etc. En ese momento se sentí cómo la felicidad llena los vacíos que deja lo que me entristece. En ese momento deseé que fuera mañana. Pero el mañana… eso serán otras notas.
*Hago la salvedad de que era realmente temprano y no tuvimos mucho tiempo ni necesidad de arreglarnos.
**Se pronuncia más bien como Luleo.
Si quieres saber más, lee un complemento de la historia narrada por David Pino.
Memorias del primer año.
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